Me cuenta un buen amigo que vive en España que allí se está viviendo una situación distópica, digna de la imaginación de José Saramago, en «Ensayo sobre la ceguera»; de George Orwell, en «1984»; de Adolfo Bioy Casares, en «La invención de Morel»; o de Albert Camus, en «La Peste»

Me dice Atanasio, así se llama, que se ha instalado en la sociedad un virus con forma de corona que tiene una capacidad de propagación asombrosa, que se transmite de unos humanos a otros por el aire, pero también por los objetos, e incluso habita en el suelo y se adhiere a las suelas de los zapatos con fuerza férrea. Se estaría extendiendo hasta el punto de saturar los servicios médicos, y lo que es peor, contagiar también a los propios facultativos, enfermeras y subalternos, por decenas de miles, causando millares de afectados que, cuando no mueren, quedan inhabilitados para el servicio.

Lo que él denomina «curva de contagio» está desbocada, y son cientos de miles los que padecen sus efectos con mayor o menor virulencia, sin que se atisbe el pico de la curva, que podría indicar el retorceso de la mortalidad. Los hay que permanecen en sus casas con fiebres altas, dificultades respiratorias y cefaleas; quienes acuden a los hospitales en busca de una ayuda que con frecuenia no pueden prestarles; y quienes son internados, en planta, o en unidades de vigilancia intensiva durante semanas, a la espera de una incierta recuperación. Escasea el espacio en los centros asistenciales, lo que provoca que muchos enfermos de extrema gravedad comparezcan a la espera tendidos en los pasillos, otros no encuentran los medios necesarios para su sanación, y los más son presa de un pánico que paraliza y agrava cualquier dolencia. Los sanitarios deciden quien muere y quién tiene una oportunidad de seguir viviendo atendiendo a la esperanza de vida de cada enfermo. A los de peor pronóstico se les dice: «Si tiene usted más de tantos años, padece tal o cual enfermedad, haga el favor de morirse en su casa». Pese a todo ha sido necesario habilitar hoteles, palacios de congresos, y hospitales de campaña para poder afrontar la avalancha de personas moribundas que buscan una esperanza. Las medidas de higiene también se han resentido, facilitando así la propagación del virus y de otros patógenos que están saliendo muy reforzados del trance, y habrán de protagonizar futuras pandemias.

Asegura Atanasio, y esto roza ya el delirio, que es un microorganismo para el que no hay vacuna ni terapia acreditada, que amenaza con infectar a toda la población, o al menos al ochenta por ciento, en poco más de dos meses, poner en jaque al sistema sanitario, impedir el tratamiento terapéutico de otras dolencias, y colapsar la economía.

Como es natural el gobierno ha tomado medidas. La primera fue declarar el estado de alarma, que prescribe el confinamiento forzoso de los ciudadanos en sus casas, que sólo pueden abandonar para adquirir productos básicos. Dice que acudir a un supermercado es una experiencia literaria, pues se dosifica la entrada de clientes, se exige una distancia de seguridad de dos metros entre las personas, que portan, las que pueden, artilugios de protección diversos, que van desde la mascarilla quirúrgica hasta otras ostentosas y sofisticadas más propias de la aviación, que les dotan de un aspecto poco terrenal, lo que incluye gafas de buceo, pantallas de metacrilato de protección de todo rostro, además de guantes de latex, batas de plástico y otras medidas profilácticas que han cambiado el hábitat.

Dice también, aunque ésto lo dudo, que el personal sanitario carece de estas medidas de protección, cosa absurda, cuando todo el mundo sabe que éstos deben ser protegidos prioritariamente como medida básica para controlar la enfermedad. Sería como mandar a la guerra a soldados sin armas, o a luchar con palos en una conflagración nuclear. Mi amigo dice que se ha intentado, pero la administración, después de dos semanas con el país paralizado y doliente, no ha logrado obtener esos recursos en el mercado internacional, lo mismo que los test de detección de la enfermedad, que merecen un comentario aparte. Parece ser que el gobierno español compró varios miles de unidades de esos test, pero que cuando aterrizaron en Madrid se comprobó que alguien había estafado, y que no eran fiables, con lo que se vuelve a iniciar el dilatado proceso de compra mientras el patógeno se sigue expandiendo. Ésto último tampoco me parece creíble en un país que era hace poco la décima potencia económica del mundo, que siempre ha contado con importantes aliados en el ámbito internacional.

Apunta que la actividad humana se realiza en un silencio sepulcral, nadie habla con nadie, se evita el contacto visual, más allá de la confianza que puedieran tener antes del estallido de la peste, y que ya ni siquiera suena la música por megafonía alguna. Que la gente huye de la presenia de otros, que recela de las sombras, y que si es necesario cruzarse con otro humano, se hace conteniendo la respiración. Que las colas de acceso a los supermercados son largas, rodeando a veces el edificio, nutridas por personas silenciosas y abatidas, y que comienza a fallar el abastecimiento. Dice que en otro país próximo al gente asalta ya los supermercados, y algunas plataformas vecinales han llamado a la desobediencia. Las calles están desiertas, sin una mala voz que rasgue el aire, un tubo de escape que ponga una nota discordante, ni una nota, ya sea destemplada, del peor de los cantantes. No hay noticias de los niños, no se escucha una risotada, ni un llanto, ni una carrera torpe. Ya no hay juegos, no se balancean los columpios, ni se ve una pelota botando en un parque. La calle ha dejado de existir.

Sin embargo lo peor son los muertos, cuya cifra diaria se acerca a los mil, si bien no deja de ser una estadística oficial que podría degradar a la mitad o incluso a menos el número real de víctimas. Son personas de toda condición, pero especialemnte ancianos y enfermos con patologías previas, como bronquíticos y diabéticos, que han contraído el virus acariciando a sus hijos, besando a sus parejas, tomando café por la mañana en la oficina, estrechando la mano de un amigo, o comprando las medicinas para sus padres.

Como medida adicional, para evitar el contagio, se ha dispuesto que los apestados por el virus mueran solos, sin una mano que les de calor y un pulso de consuelo. Quedan condenados a portar en su retina para la eternidad una última imagen de un ser desconocido, de rostro indescifrable, con mascarilla y gafas que les retira el respirador, pues ya no lo van a necesitar.

Es tal el incremento de la mortalidad, y el pánico a los cadáveres infectados, que algunas empresas de pompas fúnebres han abdicado, las morgues están saturadas, y los crematorios al borde mismo del colapso. Los equipos de desinfección han encontrado en residencias de ancianos cadáveres abandonados de personas que murieron postradas en su lecho en soledad; nadie pudo interesarse por su estado, nadie supo si seguían vivos, nadie dispensó un trato digno a esos cuerpos víctimas de la enfermedad.

El reto más candente es ahora mismo buscar acomodo a los muertos en el espacio de los vivos. El ejército ha asumido esa responsabilidad y transporta en furgones de guerra cuerpos inertes por docenas, por centenares, hacinados en remolques, hacia espacios de confinamiento de la muerte, como son las pistas de hielo o los camiones frigoríficos adaptados para el transporte de pesacado, donde habrán de pasar sus últimos días, a la espera del fuego liberador.

Los funerales y ceremonias de despedida de los difuntos están prohibidos, los cadáveres ilocalizados o poco identificados, tan sólo distinguibles por un código adherido al féretro idéntico a otros mil. Los deudos esperan una señal que les haga saber que uno de ellos, sólo uno, puede acercarse al crematorio a recoger las cenizas del finado, muerto tal vez varios días antes.

Atanasio dice que está viviendo el carne propia, en directo, y en tiempo real, la más literaria, y la más cruel de las distopías que jamás haya podido imaginar.

Creo que lo que cuenta es sencillamente inverosímil, por cuatro razones:

1- La ciencia ha alcanzado tal grado de desarrollo que ha doblegado a la naturaleza, y es capaz de ofrecer solución a cualquier reto sanitario que le plantee, además en muy pocos días.

2- La industria es tan eficiente que tiene sobrada capacidad para producir todos los suministros necesarios, como mascarillas, respiradores, equipos de protección y puestos de atención sanitaria sin acercarse siquiera al colapso.

3- Los gobiernos de los países desarrollados, entre los que está España, integran a los más capaces, vigilan por el binestar de los ciudadanos, más allá de las luchas partidistas o las ansias de poder, y proveen de todo lo necesario en tiempo y forma eficaces, con la agilidad en la gestión y la logística propias de nuestro tiempo.

4- El paradigma social consagra el respeto a las personas, especialmente a las más mayores, como principio básico irrenunciable, lo que incluye una atención sanitaria impecable, y, en último caso, el derecho a una muerte digna.

Estas cuatro evidencias son la garantía del estado del bienestar, fundamento de nuestra civilización, que jamás serán violadas, por muy adversa que sea la situación.

Me temo que Atanasio, que siempre ha sido muy aficionado a la novela, simplemente, ha tenido un mal sueño.

Salud.

 

Javier García San Vicente